domingo, 8 de febrero de 2015

Entre el texto y la sangre. Carta Abierta 18


Este documento fue aprobado en la Asamblea realizada el sábado 7 de febrero de 2015 en Buenos Aires, en la Biblioteca Nacional.

I

Un hecho de profunda e inusitada gravedad ha alterado la vida política del país que, en su sustancia última, puede revelar el modo en que los llamados Servicios de Información afectan todas las instancias de la institucionalidad democrática de la Nación, sus estructuras jurídicas y políticas republicanas y el complejo comunicacional globalizado. Servicios de Informaciones, que además, se ligan ostensiblemente –hasta lo que la simple mirada pública puede conjeturar– con las agencias de Inteligencia de los Estados Unidos y sus países asociados. No influyen sólo por el poder de su clandestinidad en la esfera pública, sino porque toda una manera de emplear el lenguaje y los conceptos políticos –en medios de comunicación, círculos financieros, partidos políticos– toma su impulso de la idea de “fuente”, “operación”, “filtración”, “apriete”, “rumor”, “seguimiento”, “pinchadura”, etc. El propio concepto de información recubre todo esto, tanto desde una operación de amígdalas hasta tomar cuerpo humano como indicador de una semiología del terror.


En verdad, gran parte de lo grave que ocurre ya está inscripto en nuestro lenguaje cotidiano y en la lengua comunicacional de la época. Por otro lado, la trama geopolítica de los servicios mundiales, en las radiaciones que emergen del más connotado, la Central de Inteligencia Norteamericana, sus anexos o sucursales en países de todo el mundo, introducen variantes de acción, a veces deliberadamente contradictorias entre sí, poniendo en crisis el clásico concepto de autodeliberación de la ciudadanía y, entre tantas otras cosas, afirmando el “cui buono”, famoso interrogante que falazmente lleva las responsabilidades hacia quienes supuestamente “se benefician” de un crimen. Se dice en los medios relacionados con estas agencias internacionales que, cualquiera sea el resultado de las investigaciones sobre la muerte del fiscal Alberto Nisman –asesinato, suicidio inducido o suicidio–, ninguno podrá “favorecer al Gobierno pues la gente cree en asesinato”. De tales razonamientos surge la idea de “verdad” de los Servicios de Informaciones. En cambio, lejos de esta noción de verdad construida como la eficacia de un mero efecto, se halla la verdad yacente en las ruinas de la historia, que es preciso develar. Fuimos contemporáneos de atentados que, articulados con fuertes poderes fundados en el secreto de los Estados y sus bóvedas ocultas, eran sumergidos bajo sucesivas capas de operaciones obedientes a la turbia realidad de una época que vive en el abismo de lo indecible de los muertos sin sepultura, los anónimos sacrificados y el sinsentido de las masacres. Si la política prosiguió sus vicisitudes sobre esas superficies agrietadas, es hora de pensar de nuevo el origen de lo público y de la palabra encarnada en la historia y no en el pronóstico de las agencias de asesoría, informaciones y diseño de campañas.

La muerte del fiscal Nisman ha sumido en un extendido estupor a la población, al Gobierno y a todas las fuerzas sociales y políticas. Esta muerte, que es imperativo investigar con rigor y premura, debe ser tomada en primer lugar con un sentimiento de congoja cívica, pues se ensombrece la vida pública a la par que lleva un indefinible dolor a la familia del fallecido. El fiscal condensaba las maniobras completas de los servicios secretos mundiales de un modo que para él se tornaba insoportable, con situaciones que tal vez lo consternaban, que irían a superarlo y a encerrarlo en el enredo de complejísimas claves nunca descifradas. El particular dramatismo que tiene esta muerte, pues sus autores no son conocidos ni es posible descartar un suicidio, agrava el sentimiento de incertidumbre y miedo que desata, y por consiguiente los errores políticos que se manifiestan al interpretarlo. El fiscal Nisman iba a presentarse a ampliar su inusitada denuncia por “encubrimiento”, en una comisión del Congreso, contra la Presidenta de la República, a la que atribuía la participación en un supuesto “plan criminal”, expresión que ya se utilizara en el Juicio a las Juntas en la época de Alfonsín, increíble acusación que trasponía un hecho en otro totalmente heterogéneo y contrario, que el vocabulario del republicano esencial –figura que, podemos imaginar, vive en la conciencia de todo fiscal– por razones obvias, nunca debió haber permitido.

Hubo textos y sangre. Todo ello abarcó los capítulos que siguieron al extraño e incongruente escrito de Nisman; el aluvión comunicacional afín al relato policial en todos sus géneros y la extraña foto que él mismo envía con sus folios y marcadores. Estos hechos obligan a la lectura y a la relectura de textos e imágenes, porque son las escrituras de la culpa y de la sangre. Descifrar correctamente equivale a restañar el horizonte democrático herido. Por la importancia del tema –es una muerte política, pues si nadie puede morir la muerte de otro y toda muerte es un gemido callado de la humanidad, ésta, como muchas otras, llevaba un indescifrado mensaje–, su muerte, decimos, ha sido interpretada con una catarata de opiniones que inspiraban sus fundamentos en especulaciones nómades y en general basadas en las posiciones previas, que con mayores o menores matices de prejuicio, ya estaban presentes en cada enfoque o estocada que se le enviaba a diario al Gobierno en los períodos previos a la muerte del fiscal. La atroz simplificación a la que está sometida la vida política argentina creyó encontrar en este abominable hecho la piedra filosofal de la enajenación final del Gobierno. Pero las cosas no son ni nunca fueron tan simples. Quienes suponían que el informe Nisman –asombrosamente desprolijo, con huellas de inédita improvisación y carencia de pruebas sustituidas por rápidas conjeturas de cuño folletinesco–, iba a demostrar una verdad contundente contra el gobierno –el denominado “encubrimiento” de la Presidenta y el canciller sobre la responsabilidad de Irán en el atentado a la AMIA–, de inmediato lanzaron la hipótesis de un asesinato, y como en las peores intrigas teatrales imaginaron a la Presidenta dando órdenes letales en la oscuridad de su despacho.

Imágenes parecidas a ésta surgieron con fuerza en las escuálidas marchas que se hicieron al otro día de la muerte que paralizó al país. Eran mostradas con insistente deleite por los medios de comunicación, que comenzaron así su tarea en este nuevo tema de peligrosísimas implicancias. Lo principal estaba dicho en esos rústicos carteles callejeros, que núcleos específicos de personas mostraban en Plaza de Mayo con irresponsabilidad vertiginosa, basados como siempre en estipuladas injurias, inspiradas en una matemática cruel: gobierno, igual a homicidio, igual a terror, igual a la República deshonrada, igual a sangre. Estas ecuaciones que surgen de los suburbios de las conciencias más extraviadas, se sacan del manual de estilo oficial de la época, que puede abarcar tanto al taxista como al especialista en ciencias políticas. Es el que está escrito por los Servicios de Informaciones de la globalización, con sus best-sellers sobre las hecatombes a las que conducirían los gobiernos atípicos –como ahora el de Grecia– por estar al margen del recetario de dominios ostensibles que se quieren imponer, como si la muerte de Nisman fuera un terremoto ordenado por dioses de las tinieblas, que el orden comunicacional mundial –incluidos los medios principales de Estados Unidos o de España– ya tiene catalogado como un tema donde debe intervenir alguna “Comisión Internacional” para que nos salve de una tiranía. Como todo crimen espectacular en el seno de una gran tensión histórica (la geopolítica mundial, los atentados a las instituciones judías, cuya extrema trascendencia permanecía latente, con tropiezos en su esclarecimiento que son responsabilidad de muchos), ha desatado un nudo terrible y soterrado, del cual sale toda clase de voces, desde las más juiciosas a las más insensatas, pero cada una con su efusión característica, rechazando ver lo evidente en nombre de la fantasmagoría que como antecedente cada uno adoptó en su conciencia. Eligen ser cautivos de lo lúgubre. ¡Qué fácil se asocia a la máxima autoridad del país a un asesinato! Sin embargo, hubiera sido y sigue siendo más fácil indagar la multiplicidad de textos que este inaudito episodio ha generado.

Pero los pergaminos donde están escritas las equivalencias como las que mencionamos –los primeros textos: la Presidenta es la responsable–, son carteles que alguien escribe y que la televisión de masas enfoca con deleite visual. Quedaba lanzada esta hipótesis con octavillas rústicas, en plena Plaza de Mayo, por ciudadanos anónimos, imaginemos que tomados por las facilidades que todo el mundo tiene derecho a concederse a sí mismo para desatar sus más infaustas entelequias. La hipótesis era viciada e indigna. Pero esencial para los que después debían mellarla, esculpirla, darle textos extraídos del moralismo de sacristanes que escriben por metro cuadrado la égloga de desestabilización, el padrenuestro de la república mancillada que exige cruzadas urgentes de purificación y el llanto narcisista del poeta de la redención fúnebre. Estaba pendiente la tarea de construir el texto que rodease, puliese, le diera esmeril adecuado a la ecuación que era la matriz generadora de todo lo que se iba a decir de manera cifrada. Cientos de escritos sudorosos de respetabilidad y señorío, avizorando lo que tan contundente y lamentablemente vio el médico de la prepaga –ese drama lamentable que nos atraviesa a todos en la forma de un charco de sangre– se dispusieron a atribuirle autor y darle responsabilidades inapelables en las toscas pancartas, por eso mismo absurdamente creíbles por el sector de la población más desprotegido de conciencia crítica. Está bien: no otra cosa que la responsabilidad es lo que se discute en la Argentina. El justo texto de la trágica sangre derramada. Y siempre fue así. Las tesis sobre la responsabilidad institucional no deben obnubilar la reflexión sobre la responsabilidad de la compleja lengua social del vituperio que hoy se habla, la degradación ostensible del lenguaje público en los medios informativos de masas, el montaje espurio de imágenes, y el nivel elevado de lógicas conspirativas y acciones secretas con que se manejan los órdenes empresariales, financieros, comunicacionales y políticos.
II

De la sangre a los textos hubo que recorrer un camino. El relleno irresponsable de los signos directos de la culpa estaría a cargo de experimentados libretistas, quienes debían invocar con sacrosanta rutina a las mafias gubernamentales, a la pérdida de la república, al insoportable vilipendio de las instituciones, a la asfixia dictatorial que se estaba viviendo, a la indiferencia ética hacia una muerte, a comportamientos insensibles frente a un posible asesinato, a la Constitución arrojada al sumidero público, todo lo cual, sumado al desprecio insólito hacia un discurso presidencial que anunció una fundamental medida, muchas veces reclamada sobre la disolución y reemplazo democrático de los servicios de Inteligencia, remataba en el habitual anuncio de “descomposición” final de las instituciones. En él militaban desde los que veían un colmillo siniestro asomar desde la Casa Rosada hasta los que, aparentemente indulgentes, descartaban responsabilidades directas pero acusaban de haberse creado climas, desatendido custodias, ser ineficientes en cuidar el barrio con más cámaras de seguridad en Buenos Aires, hacer una subrepticia filmación de la llegada del fiscal a Ezeiza, o de pronunciar frases inadecuadas ante el muerto. Los oscuros pájaros de la noche salían de madrugada desde Balcarce 50 y sacudían la conciencia puntillosa de la moralina republicana impartida por los evangelios de las redes, que vigilan tanto para que nos descalcemos en los aeropuertos ante visores automáticos, como se escandalizan por hábito, en el caso de la supuesta persecución de un periodista que enseguida proclamó ufano que aumentaron en varios miles sus seguidores de Facebook.

Lanzada la magna denuncia, se estaba completando ahora lo que llamamos una acusación de “manera cifrada”. El implícito era el de un asesinato oficial, de tinte mussoliniano –se recordó el caso Matteoti–, pero en el reino de la insinuación convivía tanto el autoerigido fiscal de la República que demolía todo en unas cuartillas, como el improvisado que se tomaba el trabajo de elaborar su desprecio desde las alturas de los tejidos impolutos del gorro frigio, emblema que les sirve hoy para ennoblecerse a muchos de los mismos que en el ayer no tan lejano cometieron contra él todo tipo de infidelidades y delitos. Con estas horas infinitas de comentarismo televisivo y artículos del tribuno rescatista de instituciones vejadas, se generaba el giro de deslegitimación y deshonra progresiva de un gobierno, que simultáneamente sigue luchando para detener el ataque de las sempiternas triquiñuelas que los fondos buitre siguen elaborando en sus especializados despachos punitivos contra países que ni siquiera han balbuceado palabras anticapitalistas, sino que se oponen simplemente a la rapiña internacional.

En el momento más lóbrego del periodismo nacional, se escriben artículos con los mil vericuetos que tiene este doloroso caso de muerte, y se analizan pequeñas incidencias con estridentes epítetos, despreciando una a una, sobre todo la más trascendental de las medidas del Gobierno –el más afectado por el hecho–. Así, se dan el lujo de declarar su pánico en medio de cócteles de regocijo, y sentirse hostigados por escribir lo que nadie les impide escribir, sin dejar de declarar que viven en una feroz dictadura mientras analizan el discurso de la Presidenta como parte de un ilógico bestiario. Entonces, la medida que disuelve un odioso organismo de control social es vista como un acto tardío, una decisión que cambiará un Servicio de Inteligencia por otro, una astucia que le entregará al Ejército la vigilancia de los ciudadanos. Actúan con la puntillosidad sarcástica de gramáticos inquisitoriales, mientras pasan por alto la metáfora bradenista que sobrevuela al país. ¿No saben ver al embajador norteamericano respaldando directamente el funeral de Alberto Nisman, mientras son pisoteadas las flores que envía la representante del Ministerio Público? Es el espectro redivivo de Braden, que toma partido con los textos Wikileaks en una mano y en la otra con unas condolencias enviadas por esa embajada a la jefa de Fiscales de la Nación, condolencias que no salen seguramente de un alma doliente, pues siendo un gesto diplomático, no necesariamente trasunta lo que piden los rigoristas del llanto, al no distinguir la compleja relación entre el rito y la conciencia última del dolor.

Había épocas en que existían palabras fáciles para denominar estos hechos. Pero en la era del Wikileaks, crónica dantesca de los rollos monásticos que escriben en secreto los copistas aplicados de los nuevos Imperios que redactan el estado del mundo, el alma indignada del buen republicano –olvidando lo que es verdaderamente una República, desde Maquiavelo hasta los brigadistas españoles–, piensa que esas palabras secretas ahora develadas vienen de un teletipo olvidado en la Primera Guerra Mundial, en vez de ser los criptogramas que luego podrán decir a cuáles puntos específicos de la geografía mundial se lanzarán fuegos, misiles y aviones no tripulados, no precisamente con condolencias hacia su séquito de sacrificados. Con razón, a muchos les gusta la cortesía y el ritual; se entusiasman pues con la crítica sobre un eludido pésame a Nisman, cuando en verdad todo el discurso de la Presidenta fue un pésame bajo la forma de un reconocible lamento, que incluso se percibe en las ironías persistentes que están inscriptas en el carácter de su oratoria, y que sería bueno ver como síntomas de preocupación antes que de desdén. Se cierra así la forma “cifrada” o “encriptada” de la desestabilización, o llamémosla mejor para no agravar aún más las cosas, la “metodología de la deslegitimación”, que ocupa a los opinadores de la derecha tradicional, de las derechas nuevas, y de las izquierdas que en otro momento no hubieran regalado tantas porciones de su conciencia a la moralina acrítica de la pequeña burguesía lacerando sus vestiduras. Ignoran que hay un cripto-Estado que viene de lejos y que, de una manera sobredeterminada, se dieron ahora las posibilidades de revisarlo y sacarlo a luz. La nívea camisolina de los republicanos de orfeón y monopolio no lo cree. Dice que a la vieja Secretaría de Inteligencia le va a seguir otra institución igual. En vez de analizar este estratégico problema, se distraen en chicanas como que “ahora es tarde”. ¿Pero hay fechas para los cambios sustanciales? Nadie señaló con el dedo el calendario y dijo “1789, Revolución Francesa”. Se trata ahora de que una nueva sección del Estado de esta índole, problemática en sí misma, no repita el pensamiento de socavón que reinaba en la anterior, poniéndonos todos a discutir con más precisión los alcances de sus funciones.
III

Lanzada la acusación asombrosa de que un crimen anidaba en el Gobierno por parte de la cartelería callejera y los mensajes anónimos, restaba la tarea metódica y “presentable” de seguir agitando las aguas con mayor dosificación, y ayer protestar porque la Presidenta habló en silla de ruedas –¿victimizándose?–, hoy porque Clarín demostró que existían los signos de interrogación de la palabra suicidio, mañana porque el diálogo de madrugada con la ministra de Seguridad pareció artificioso, pasado mañana porque los viciosos Servicios disueltos se van a reconstituir con jóvenes endemoniados que condenarían con tuits letales a sus opositores, y en breve, en un tiempo cercano nomás, los salvadores de la República podrían reconocer en su inconsciente colectivo que todo se parece a los textos de los Servicios del pasado, que en nada solían disgustarles en su llamado moralizante, en nombre de los cuales se dieron todos los golpes de Estado en este país. Muchos despiertan cada día pensando que deben terminar con este gobierno utilizando una terminología agraviante que no parece molestarles a los numerosos teóricos políticos que usan los púlpitos de las nuevas éticas republicanas. A propósito, debemos decir que el concepto de República perdida no está ausente de nuestro diccionario, esa que Alfonsín consideró dignamente que había que recuperar luego del terrorismo de Estado del período anterior. ¿Pero es ahora este complejo período histórico que juzgó como ningún otro, salvo el del propio Alfonsín, a las Juntas Militares, el que vendría súbitamente a parecérseles? ¡Fallan estas matemáticas que se aconsejan con tan extravagantes similitudes! Podrían leer los libros de historia del general Mitre, lejano fundador (o mejor, adquiriente) de un antiguo periódico, para percibir que jamás se da el lujo de trazar semejantes comparaciones. Podía no respetar a Bolívar; podía molestarse por testimonios de la historia que no coincidían con su voluntad de agrupar los hechos con trazos demasiado rápidos, podrían incomodarlo ciertos documentos, que entonces eran relegados, pero su escuela al fin y al cabo era la del documento histórico, y por lo tanto, para el historiador y el periodista, todo llevaba al mundo de la prueba y no necesariamente a “la construcción de la noticia”.

No tenemos eso ahora. Estas minucias detectivescas del evangelio universal de la erosión política, de los alquimistas del ácido sulfúrico en donde sumergen todo hecho político para verlos ya consumados en su forma más macabra, son los golpes sintácticos en miniatura que están dando, el “golpe cifrado” que se monta en los expeditivos gritos de plaza pública que desean ya la guillotina, mientras quedan irresueltas las viejas corrientes subterráneas de los padecimientos y reales débitos del Estado. Protestan para pedir celeridad por algo en lo que ellos mismos tienen real responsabilidad por su demora. El esclarecimiento efectivo de los atentados a la AMIA y la Embajada de Israel es el timbre estridente que toca a las puertas de la sociedad argentina. Ello habrá de hacerse a pesar de la acción de fuerzas de Inteligencias internacionales, del papel de la Embajada norteamericana, de la compleja situación de un mundo inestable sometido a acciones brutales de todo tipo, sobre las que el país siempre tuvo una actitud de repudio efectivo, fundada en su tradición humanística (la única que daría sustento a un republicanismo en serio). El modo de pensar de los Servicios de Informaciones –poner la culpa de una muerte en quienes menos deseaban esa muerte, esencialmente porque no tienen a la muerte como forma de la política–, se ha extendido peligrosamente por el país. Es necesario que los ciudadanos cobren conciencia de ello y sepan defender la democracia viva y no las formas de vigilancia colectiva que se presentan con ropaje democrático.

Frente a la denuncia del fiscal, se requiere iluminar, por encima de oscuras acusaciones que, alejadas completamente del rigor que se exige a los escritos judiciales, son legitimadas con liviandad por un sector del Poder Judicial, más interesado en jugar un rol importante en la mecánica destituyente, que en el objeto natural de su función: Perseguir Justicia.

Un hilo de plata de fulgor oscuro une los acontecimientos en torno de la Resolución 125 y estos hechos recientes. Los primeros, con su efusión desestabilizadora, traían la realidad de una inesperada mutancia social en la mentalidad de los sectores agrarios, tomados entre las nuevas tecnologías, la Bolsa de Chicago, el televisado “paro histórico” de un Grito de Alcorta al revés, y la aceptación acrítica de los métodos de siembra transgénicos. Estos otros trágicos eventos de ahora, son una lúgubre manifestación de los pensamientos encriptados, los códigos de desciframiento por parte de especialistas en manipulaciones colectivas, manifestación de poderes que se disponen ante criptografías asesinas o creación de escenarios donde cada persona es un signo, no de carácter humanístico, sino útil para un aviso mafioso. Todo eso quiso evitarse al acelerar la investigación de los atentados con la Embajada de Israel y la AMIA. Muchos hemos discutido en un sentido u otro el memorándum con Irán. Era una pieza dificultosa de la diplomacia argentina, por el carácter de aquel gobierno, pero no se trataba de pactar con sus gobernantes sino de buscar pruebas. Eran decisiones difíciles y quizá desaconsejables, que sin embargo Estados Unidos tomó después, al conjuro de sus cambiantes posiciones sobre su interpretación del marco mundial según sus intereses de cada momento. Ellos pueden hacerlo. Pero la Argentina hasta tiene dificultades para cambiar sus códigos de procedimiento judiciales, para democratizarlos. (Léase: para evitar que otras esferas, judiciales o comunicacionales, hablen el lenguaje de los Servicios de Informaciones.)

Argentina no tiene esa propensión, ese poderío ni esos intereses. Sólo quería y sigue queriendo esclarecer un horrendo crimen de lesa humanidad, como ya ha esclarecido otros cometidos por una configuración terrorista de su propio Estado. La propia comunidad judía aceptó primero, con lógicas prevenciones, estos difíciles pasos, antes de derechizarse a través de sus dirigentes oficiales, completamente inducidos por el imperio de los influjos llegados de la actual lógica de guerras mundiales segmentadas, por lo que ahora es necesario que los ciudadanos argentinos de origen judío se levanten ante este cerco arbitrario que se le tiende al gobierno argentino, invocando las grandes tradiciones humanísticas del judaísmo. En ese sentido, rechazar las tramas de prejuicios teológicos-raciales-políticos que dominan la vida contemporánea (obra de los “servicios” de todo tipo, entidades míticas que yacen en el interior de los Medios Comunicacionales, los Estados y de nuestras propias conversaciones casuales), es una obra de las nuevas políticas munidas de éticas de izquierda, inspiradas en grandes reformas jurídicas, en un nuevo respeto a la naturaleza, en legados democrático-populares y nacional-institucionales, que sin duda forjarán nuevos frentes sociales que cambien las formas del miedo por una actualidad de compromiso con las críticas necesarias al dominio del virulento control global sobre economías, ideas y cuerpos. Combatir la islamofobia, la judeofobia, la laicofobia no se hace viendo la historia como un encadenamiento rígido de eslabones ya forjados. Alguien puede suicidarse o no, estando en el centro de la escena, no porque la geopolítica mundial vaya para tal o cual lado. Pero una muerte como la que hoy lamentamos obliga a refinar ideas y pensarse también a sí mismos antes de elegir los fáciles anatemas del costumbrismo nacional.


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