lunes, 14 de junio de 2010

El cambio climático


por Marcelo Bardelli (desde San Martín de los Andes)

Hay un cambio climático que escapa a los registros. Habituados como estamos a la manipulación permanente de la información, los argentinos no echamos de menos esa otra sustracción hasta los recientes festejos del Bicentenario de la Revolución de Mayo. La diferencia entre el oscuro relato instalado y la brillante realidad manifiesta resultó tan contundente que hasta las más recalcitrantes usinas del Todo Negativo tuvieron que ponerse de urgencia unas caretas sonrientes.
Viene bien entonces que intentemos alumbrar allá atrás, donde el foco de lo inmediato no lo hace, para advertir la trascendencia de este cambio climático.
No han pasado diez años desde que caímos en la peor crisis de nuestra historia -tan pródiga en debacles-. La ruptura de contratos fue total y, agotada la fiesta noventista, la siempre avisada garquía criolla levantó vuelo con las valijas bien forradas, cerró la ventanilla y nos dejó la cuenta. Duhalde y Remes Lenicov completaron la rastrillada más alevosa de la que se tenga memoria. Esos tiempos fueron de amargura y desengaño. El argentino aquél tan pagado de sí mismo se había quedado sin espejito de colores. El campeón del mundo se había ido al descenso. La economía siguió en recesión, la política en terapia y la sociedad deprimida.
El inesperado rumbo que Néstor Kirchner le dio a la gestión del Estado sorprendió primero, puso en guardia pronto y exasperó al fin a los nostálgicos de aquel país para muy pocos. Empezó a insinuarse un período de graduales recuperaciones. Allí se iniciaba el cambio climático: a medida que, conscientes de su esfuerzo, volvían a activarse los resortes de la producción, se iban verificando aumentos en los índices de ocupación laboral y, en consecuencia, de consumo. Del bajón y la desesperanza fuimos pasando a una modesta animación general, pero los cronistas de los grandes medios preferían fogonear el fastidio y el miedo.
Para cuando terminó el primer mandato K daba para alentar un módico optimismo y, de hecho, el voto de millones dio cuenta de la decisión popular de seguir por ese camino. El poder económico mediático concentrado decidió a su vez que no podía permitir la anunciada profundización de un populismo amenazante. La opinión pública, considerada coto privado y masa moldeable, debía ser mantenida atada a la bronca y la desconfianza. Toda expresión de crédito y esperanza en el rumbo elegido por la mayoría fue desaparecida de los medios masivos. La llegada de Cristina Fernández fue recibida con una escalada oposicionista que, muy pronto, se tornó abierto desafío y violencia reaccionaria. En el pico del conflicto con “el campo” asistimos a una ofensiva desembozada de un poder que creyó posible voltear a ese gobierno que no se le subordinaba. El desgaste de Cristina fue vertiginoso y profundo, y ya no hubo titular ni pantalla en el que no se la siguiera esmerilando (Bussi dixit). Para cuando las legislativas del 2008 consagraron el voto castigo de la ofendida clase media, la suerte del proyecto K pareció definitivamente echada.
Se instaló entonces una euforia antigubernamental entre la diversidad opositora, impulsada y multiplicada cotidianamente por el principal interesado en un rápido derrumbe de ese peronismo díscolo y setentista. El cambio climático parecía haber retrocedido a los conocidos estándares del desaliento y la desmovilización popular.
Dos factores contribuyeron a impedir una regresión que se autoproclamaba inevitable: la torpeza de los embates de la oposición y la justeza de las iniciativas del gobierno. Mientras que las voces más destempladas coreaban variaciones en contra, a favor se instituyeron algunas de las medidas más progresistas, reparadoras e inspiradas de la democracia. Antes del estallido de la crisis mundial originada en un mal bien conocido por nuestra sociedad -la especulación financiera intoxicando mortalmente a la economía real con sus burbujas-, el crecimiento neto argentino mostraba índices consistentes. Hubo desesperados intentos por importar la crisis y, por primera vez, pudimos quedar al margen de otra peste global.
Las empresas informativas se empeñaron a destajo en minimizar, ningunear o condenar el acierto y el coraje del rumbo de la política económica: así, mientras desde arriba se insistía en empujar hacia un inminente ajuste, por abajo se venía verificando una eficaz defensa del nivel de empleo; mientras desde arriba se pronosticaba el derrumbe, desde abajo se iba levantando la reconstrucción; mientras desde arriba se proclamaba la confrontación, abajo se seguía articulando el reconocimiento. La rebelión de Redrado y otras polvaredas fueron en esa misma dirección: la crispación achacada a la gestión nacional tiene, en ese mismo “arriba”, su origen e interés. Si hay bienestar, que no se note, podría resumirse la consigna inspiradora de esta campaña permanente.
La Fiesta del Bicentenario terminó de desgarrar ese velo de infelicidad crónica. El entusiasmo y la participación masiva pusieron en evidencia una clara recuperación de la autoestima. De aquel humor en ruinas a estas manifiestas ganas de estar bien no se pasó mágicamente. Día tras día, semana tras semana, soportando un interminable temporal de agorerías, el pueblo argentino se rehízo y, a favor de ese esforzado optimismo, la gestión nacional asumió la decisión de alentarlo. Esa articulación hizo visible esta realidad: El cambio climático ya se ha producido.

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