Éste es el texto de la Carta Abierta número 13, difundida el 25 de mayo de 2013 en la Plaza de Mayo por los compañeros de Ciudad Autónoma y otros que se habían acercado de las provincias.
Comenzamos esta carta
–que a la vez es un llamado– con la fácil comprobación de cómo han avanzado, de
qué recursos se valen y cómo se realizan los crecientes procesos de
deslegitimación del Gobierno. El estadio siempre presente de lo político, si
bien no suele ser el más hablado, es el de la creencia colectiva, la libre
opinión emancipada del tejido social. Hay un tono diario que tienen el hombre y
la mujer de la calle para expresar en un sistema sabido de signos rápidos, sus
opiniones sobre la relación de los hechos colectivos con sus propias
perspectivas vitales. Como sabemos, son la forma más profunda y también menos
formalizada de las opciones políticas. Creencias en estado de insinuación, que
suelen llamarse humores o estados de ánimo, nombres imprecisos pero elocuentes,
en cuyo otro polo suelen estar las elucubraciones más exigentes, el cálculo de
los políticos y el modo real en que operan las fuerzas sociales y económicas.
Estamos hablando del basamento efectivo
y crítico en que se enraíza todo gobierno, el sustento de la verosimilitud del
vivir común en un sociedad, las hipótesis que nos dejan entrever que no hay
miedo en la convivencia, que hay esperanza en la vida pública y argumentos, por
más que puedan ser apenas borroneados, en la esfera manifiesta de las acciones
democráticas. Revistiendo tanta importancia el núcleo de creencias públicas que
son siempre cambiantes, pero no impiden revelar una viga maestra de donde toda
comunidad viviente extrae el concepto de lo justo, hasta cierto punto es lógico
que sean ellas las primeras atacadas. Ellas deben ahora encontrar sus propias
lógicas expresivas ante el avance impiadoso de una narrativa mediática que
apunta a deslegitimar, bajo la forma de un relato brutal, lo recorrido desde
mayo de 2003. Para producir el ataque buscan sus símbolos evidentes, las
palabras que ciertos ritos, ingenuos o profundos, señalan como el lugar de la
creación de mancomuniones sociales. Es lógico, decimos, que quien desee
perjudicar de modo extremo esta conjunción ciudadana donde se encuentran las
instituciones visibles y la vida cotidiana, las políticas públicas y las
realidades del trabajo, la actividad persistente de las más diversas
militancias, dirija su hostilidad a los cimientos formadores de la adhesión que
se congrega en las capas de la población que sostienen una experiencia singular
de cambios sociales. ¿Qué cambios? Los que implican que por primera vez en la
historia nacional se discutan aspectos de la organización del Estado y la
sociedad, de la Justicia y los medios de comunicación, con sentido emancipador
y no restrictivo o portador de coerciones. Se trata, después de muchos años, de
darle a la idea de justicia una dimensión que logre articular lo que siempre
fue prolijamente separado por los poderes económicos: la libertad y la
igualdad. Contra la apertura inédita de estas dimensiones fundamentales de la
vida social es que se dirigen estas acciones profunda y visceralmente
desestabilizadoras no sólo de la continuidad de un proyecto transformador sino,
también, destinado a incidir insidiosamente sobre el sentido común de una parte
significativa de la sociedad que es capturada por ese discurso destructivo y
hostil de cualquier forma de convivencia democrática. De las cloacas del
lenguaje se extraen los argumentos que, más allá de cualquier prueba, son
presentados como la verdadera cara de un gobierno supuestamente atrapado en su
propia red de venalidades y corrupciones. Ya no importan las diferencias
políticas o ideológicas, tampoco los modelos económicos antagónicos, lo único
que le interesa a esta máquina mediática descalificadora es sostener un
bombardeo impiadoso y constante que no deje nada en pie.
Pero entonces, con menos pruebas que
arietes dirigidos a mansalva, ausentes los fundamentos del uso de la prueba, la
investigación, el juicio sobre las leyes y el mismo andamiaje legal del país,
se considera todo ello fruto de un espíritu despótico, de jefes políticos que
se prepararon toda una vida para llegar a la función pública mandando agrandar
los cofres familiares mientras pronunciaban palabras como impuesto a la renta
agraria o asignación universal por hijo. Nuevamente la impostura pero ahora
justificada por un ansia desenfrenada de enriquecimiento. La oscura figura del
avaro, la brutal construcción del “judío” con los bolsillos llenos de dinero
que supo desplegar el antisemitismo exterminador, el relato de fabulosas
bóvedas rebosantes de oro y de billetes se convierten, como en otros momentos
de nuestra historia en la que gobiernos populares fueron derrocados por ominosas
dictaduras, mediante la estética del más consumado amarillismo periodístico, en
santo y seña de una oposición que busca destruir no sólo un gobierno, sino la
propia legitimidad de la política. Todos los recursos de esas estéticas
televisivas y de la ficcionalización disfrazada de realidad son movilizados por
quienes buscan horadar a un gobierno que, por primera vez en décadas, cuestionó
injusticias y desigualdades, tramas monopólicas y abusos de poder de quienes
siempre se sintieron los dueños del país. Quieren sembrar la duda en el
interior de la sociedad. Buscan emponzoñar una realidad que ha sido
transformada en un escenario por el que desfilan políticos corruptos, valijas
llenas de dinero, oscuros entuertos financieros, prebendas nacidas del afán
pantagruélico de quedarse con riquezas fabulosas. Atacan no sólo al
kirchnerismo. Su objetivo es más amplio: apuntan a destituir cualquier
posibilidad de que la política sea un instrumento emancipador.
Pero si se discute la Justicia es porque
finalmente una comunidad arribó a la discusión de lo más profundo que hay en la
Justicia: lo que se halla en las pausas internas de sus articulados, en la
manifestación misma de las figuras del derecho, que es lo que aquí llamamos lo
justo. El intrínseco actuar común en torno del diferendo que se resuelve con
argumentos y el pensar sobre los otros. Lo justo es la alteridad de nuestra
propia vida ofrecida como prueba de que ella misma debe introducirse en esos
domicilios del pensar común sin hacer excepciones a favor de uno mismo. Lo
justo también como una práctica que, al mismo tiempo que reconoce al otro y a
su diversidad, también se afirma en la distribución más igualitaria de los
bienes materiales y simbólicos. Lo justo no como retórica de lo nunca realizado
sino como evidencia, más que significativa a lo largo de esta última década, de
un proceso de transformación social que no sólo vino a reconstruir derechos
sociales y civiles sino a poner en cuestión la hegemonía de aquellos que
condujeron al país a la desigualdad y la injusticia. Eso es lo que no perdonan
ni aceptan. Contra eso dirigen todas sus baterías mediáticas y sus golpes de
mercado.
Sin embargo, los ataques a lo justo
comienzan siempre en los lugares más sensibles, que son donde se equilibran el
deber de los funcionarios con la organización de un formidable sistema para
repartir cuotas perseverantes de sospechas o suspicacias respecto de su
probidad y acciones regidas por lo que convenimos en llamar ética pública. Esto
ocurrió en todas las épocas, porque no es de hoy el descubrimiento de que la
ética pública es menos un decálogo de virtudes que un sistema de símbolos de
enorme fragilidad que tiene su domicilio último en el empleo consistente y
verídico de la palabra pública. No sabríamos decir, ahora, si las enormes
maquinarias para horadar a los cuadros dirigentes de un país han excedido, por
un lado, lo que ocurría en épocas pasadas, cuando eran las grandes crisis
económicas, los procesos interminables de inflación –como en la Alemania de los
años ’20–, los ámbitos de incerteza que hacían que todo lo sólido se evaporase
en el aire. Sí sabemos que están dispuestos a empeñarse a fondo, sin ahorrar
ningún recurso, para descalificar a un gobierno que ha puesto el dedo sobre la
llaga del poder hegemónico en el país; de un gobierno dispuesto a doblar la
apuesta abriendo brechas antes inimaginables en el interior de una sociedad que
parecía entregada al saqueo de todas sus esperanzas.
Una época de cambios en una perspectiva
democrática y popular implica un orden de credibilidades públicas donde no sea
la prepolítica del miedo la que dirija la economía sino la economía la que se
inserte como acto inherente a las figuras explícitas del argumento político.
Los pronósticos de las crisis capitalistas como los que realizara Rosa
Luxemburgo en 1913 o las graves desidias comprobables que se notaban en la
esfera pública en las épocas que llevaron a terribles guerras siguen siendo
aleccionadoras. A estos eventos, que denominaríamos crisis objetivas de los
sustentos de los regímenes representativos parlamentarios, se les agrega ahora
el proyecto de originar un descalabro en las figuras públicas que son emblemas
de gobiernos populares y le dan su forma de aglutinamiento, especialmente
fijadas en su nombre. Lo que antes era la consecuencia de la debilidad de
regímenes parlamentarios que fueron sistemáticamente carcomidos por la
ampliación de la crisis económica y el avance de las derechas fascistas hoy ha
mutado en una prédica seudomoralista que busca deslegitimar a gobiernos democrático-populares
utilizando los recursos, antiguos, de la denuncia serial y el fantasma de la
corrupción. No ha habido en el pasado ni en la actualidad un solo gobierno
popular que no haya recibido las descargas de esa seudomoralina autoproclamada
como el último bastión de la verdadera república siempre amenazada por los
populismos. Una simple y rápida revisión del papel de ciertos medios de
comunicación en nuestra historia, al menos desde Yrigoyen en adelante,
permitiría poner en evidencia la falta de originalidad de la actual campaña
desestabilizadora que se viene llevando a cabo en nombre del “periodismo
independiente”. Otro tanto comprobaríamos con sólo echar un vistazo a lo que
ocurre en otros países de la región en los que los intereses de la derecha se
complementan perfectamente con el funcionamiento de los grandes medios de
comunicación. Nunca ha sido tan clara la intervención desestabilizadora de la
máquina mediática puesta al servicio del establishment económico-financiero. Un
lenguaje surgido de las letrinas amarillistas y de las gramáticas del golpismo
histórico se despliega con virulencia insidiosa desde las usinas del poder
mediático que han dejado de apelar a cualquier tipo de argumentación para
desencadenar, una tras otra, una batería de rumores, mitos urbanos de
enriquecimientos olímpicos, denuncias indemostrables articuladas con una
colección de personajes que van de los lúmpenes del jet set vernáculo a una ex
secretaria despechada.
Se funda entonces una maquinaria de
horadar, que por supuesto no es nueva y que incluye muchos antecedentes en el
pasado inmediato de la cultura social de Occidente, y especialmente de nuestro
país. Indirectamente aludimos a la caída de la República de Weimar que dejó
abierto el camino para el ascenso del nazismo al poder, pero también a los
climas previos fomentados por agencias operativas de los intereses
derrocadores, en el caso del gobierno de Arbenz –en Guatemala– y del candidato
Gaitán –asesinado en Colombia en plena campaña electoral–, desde luego, siempre
con climas en la prensa donde se hace cabalgar con mayor o menor grado de
ingenio a los jinetes del Apocalipsis, pero con actos donde de repente se abren
los enrejados de infinitas acusaciones de los ámbitos conservadores, de cuyas
tinieblas puede emerger el revólver donde habita, como dueño del argumento
seco, el disparo final. En nombre del saneamiento moral de la república se
abrieron las compuertas para los peores regímenes dictatoriales. En nuestra
realidad sudamericana, en ese mismo nombre se busca terminar con los proyectos
de matriz popular y democrática que comenzaron al final de la década del ’90
con Hugo Chávez en Venezuela y que se continuaron en Brasil, Argentina,
Uruguay, Bolivia y Ecuador, signando un tiempo extraordinario en la historia de
un continente dominado y sumergido en la pobreza y la desigualdad por aquellos
que siempre hablaron en nombre de la moral pública. En su nombre avanzó el
golpismo en Honduras y Paraguay.
Estamos en tiempos diferentes, pero en
los cuales una sutil forma de golpismo opera todos los días bajo el amparo de
los nuevos estilos de escenificación, agrietamiento y cancelación de las
creencias sociales. Ejemplos de esta actitud no son difíciles de encontrar en
la historia de nuestro país. La campaña del diario Crítica en los años ’20 es
un ejemplo característico y debe estudiarse en todas las escuelas de
comunicación social. Más allá de la figura, curiosa e interesante en su
excentricidad, de Natalio Botana, el diario salía con sus martillos cotidianos
a perforar creencias cívicas con ejemplos resonantes de corrupción,
ineficiencia, extravagancia del gobernante (la senectud de Yrigoyen) y la
asimilación de sus partidarios al Ku Klux Klan. Hombres sinceros de izquierdas
y derechas –que precisamente se congregaban también en la redacción de Crítica–
adoptaban estas manifestaciones de ingenio metafórico del diario más popular, a
fin de no sentirse expropiados en su conciencia si caía al fin y al cabo un
gobernante llamado inepto –llorado pocos años después, en ocasión de su
fallecimiento, por millones de argentinos, muchos de ellos embargados en un
tardío y comprensible arrepentimiento–. Por cierto, estas corrientes
subterráneas cuyo índice sísmico es la inmediatez del cuadro económico (la
Argentina ha salido de crisis profundas, pero atraviesa conocidos problemas:
para el primer caso no conceden reconocimientos, para el segundo ausentan toda
clase de comprensión), operan como corrientes que siempre han actuado como
terreno ya roturado para las aventuras contrainstitucionales, aunque pasan
muchos períodos dormidos a la espera de sus irrupciones cíclicas en la historia
nacional. Hoy regresan tratando de cerrar un tiempo argentino caracterizado por
el avance poderoso de políticas de reparación social. Van en busca de la reconstrucción
de sus privilegios y, para ello, no dudan en movilizar tanto los recursos de la
espectacularidad televisiva como la complicidad de una oposición carente de
ideas propias. La sombra del revanchismo social, esa que conocimos en 1976 y
que acabó instalándose con el menemismo, se yergue como una amenaza contra
todas las corrientes populares y progresistas y no sólo contra el Gobierno.
¿Comprenderán los genuinos demócratas que de triunfar la alquimia de vodevil
mediático, intereses corporativos, gestualidad antipolítica y neogolpismo
especulativo, lo que nos espera será nuevamente el vaciamiento de la vida
institucional democrática y el retroceso social? ¿Entenderán que lo que está en
juego es la propia idea de la política como instrumento emancipador? El aliento
fétido de la regresión neoliberal sale de la pantalla impúdica los domingos a
la noche.
No actúan con pruebas ni documentos
irrefutables. Están antes de la prueba y el documento, en esa faja
indocumentada (no que no los tengan en sus identidades propietarias, puesto que
son los que más los poseen) respecto de qué es, qué fue, qué termina siendo un
ciclo histórico en la Argentina. No actúan en nombre de lo justo, sino de una
peripecia espiritualmente de las más complejas, llamando justicia al desequilibrio
social que actúa a su favor, y llamando golpismo a lo que haría el Gobierno, a
fin de justificar lo que con vergüenza en el decurso de los tiempos muchas
veces terminaron acompañando, esto es, sus propios llamados golpistas sin
precisar pronunciar ese mismo nombre. Lo hacen con la facilidad llamativa de
haberse convertido en pobres comediantes de las derivas fatales de militares
golpistas y ministros de Economía que revestían de argumentos nacionales un
fatídico arte para la depredación de los recursos financieros, energéticos y
económicos de la nación. Son actores de un relato que afirma la condición
autoritaria y hasta dictatorial del Gobierno para generar las condiciones de
una irrevocable restauración conservadora. Son quienes sin sonrojarse hablan
desde sus editoriales de “terrorismo simbólico de Estado” utilizando la tribuna
que se benefició del terrorismo real que durante la terrible dictadura de
Videla le dio forma a la apropiación de una empresa que acabó en las manos de
quienes construyeron el monopolio del papel para diarios en Argentina. El
cinismo y la mentira como instrumentos de esa moral republicana que dicen
defender.
Estas porciones no siempre pequeñas de
la población han aguardado en sus reductos sentimentales, con su arte de mascullar
formas de opinión que hacen al juego normal de la democracia, pero son
multitudes disconformes de su propio lenguaje democrático, que no dudamos que
lo tienen, pero como posesión particularista, sin animarse a definir lo
democrático como lo justo y lo justo como la contingencia donde hay que decidir
a favor del bien público siempre. Por eso tiene también el exceso respecto de
ese lenguaje, una sobra inabsorbida por sus corazones que, por motivos no
siempre incomprensibles, dudan sistemáticamente y a priori de las medidas
sociales progresistas y reaccionan cuando perciben tropiezos, que es evidente
que los son, que son sometidos a un sistema de magnificaciones e hipérboles
donde todo es escandaloso y falso. Nada más impropio que a un país lo dirijan
falsarios enmascarados. ¿Se precisaba el magno folletín que contara esta
historia fantasmal con castillos draculianos y llamados telefónicos a
carpinteros infernales que construyeran bóvedas, criptas o cúpulas salidas de
un relato de Edgar Allan Poe, que los carpinteros de la utilería televisiva
tratan de remedar entre risotadas?
El impulso dramático que tienen estos
métodos, que proviene del uso central de los medios de comunicación más
entrelazados con una receptividad indignada (por razones ni siempre justas ni
siempre injustas), pero que opta por una escena de truculencias que remiten a
la clásica acusación del golpista que ve el origen de su insondable rencor en
el supuesto golpismo de los otros. No admite ser un agente explícito de la
libertad de expresión mientras dice que no la hay. Y así llega a instalar, como
si sobre una entera ciudad se colocara una red de semáforos perfectamente
coordinados, unas fuertes denuncias a la corrupción a través de técnicas
folletinescas viejas y modernas. La espectacularización de las noticias en
general exime de pruebas pero no de un monologuismo sostenido por escenas
cómicas e imitaciones con propósito degradante, bien diferentes a la genuina
crítica que los artistas del humor e ironía les han dedicado a los gobernantes,
desde los tiempos del periódico El Mosquito, que actuó hace ya un siglo y medio
en la política nacional.
¿Vivimos en sociedades sin corrupción?
Esto no es posible afirmarlo. Pero es posible decir que la corrupción más
importante –si este concepto ganara en tipificaciones jurídicas antes que en
amorfas descripciones de comedia musical– es la que ocurre en las grandes
transacciones capitalistas en materia de estructuras financieras ilegales,
circulaciones clandestinas, excedentes que pertenecen a rubros invisibles de la
acumulación de sobreprecios, instancias implícitas de gerenciamiento de dineros
privados considerados como mercancía de las mercancías en pequeños países que
no es que tengan sistema capitalista, sino que el sistema capitalista los tiene
a ellos. Cuando la política se convierte en un engranaje subordinado que
implica un eslabón implícito de remuneraciones de la circulación financiera,
estamos en una sociedad que posee sólo formas democráticas ficticias. Esa es la
aspiración de quienes están por detrás de ese denuncismo desenfrenado, ésa es
la escritura que elabora los guiones del neogolpismo folletinesco. Su
aspiración no es lo justo, su estrategia busca erosionar a quienes lograron
cortar la hegemonía indisimulada de aquellos que convirtieron, durante décadas,
al país en una agencia del capital financiero.
Se llaman noveleramente paraísos
fiscales, con un eufemismo sorprendente, a formas nacionales o territorios
sostenidos por una suerte de ilegalizada legalidad en el alto capitalismo.
Nuestro país es soberano, y sus problemas económicos y sociales, que no son
pocos ni desconocemos, del mismo modo que señalamos los logros de esta década,
sus ámbitos de discusión, que deberían ser más amplios y sus falencias en el
debate público son evidentes –sólo pensar en el nombre de la etnia qom basta
para ejemplificar muchos otros casos– no puede limitarse a enlatados de
televisión con novelas seriales de grosera comicidad, donde se filman casas de
funcionarios –aunque es cierto que hay que ser austero– y misteriosas cajas
fuertes –es cierto que salidas de la imaginación de alguien que vio las formas
físicas en que se representan el poder en películas como Batman o James Bond–.
Sólo en novelas de Ian Fleming las cajas fuertes, los documentos públicos, las
bolsas de dinero están en las cajas fuertes del poder, pues ésa es la
representación empírica y prejuiciosa de lo que es abstracto y no mediato. Del
poder sabe bien Goldman Sachs o los grandes financistas que pueden desencadenar
guerras sin tener siquiera un bóveda debajo de la esc
alera de su casa.
Pero sabemos que este conjunto de
palabras apunta a erosionar la figura pública de un ex presidente, en una
acción que se torna una respuesta de music hall para problemas que merecen otro
tratamiento. La marejada política del país llevó a la ley de medios, ésta a la
necesaria reforma judicial, ésta a la consideración de la vida cotidiana bajo
la normativa de lo justo, ésta a la nacionalización de numerosas empresas
públicas, y todo esto debe llevar a nuevos estilos de discusión, donde en vez
de verse los Dragones del Apocalipsis escondidos tras cortinados donde
defienden con arbitrios y trompetas bíblicas sus cajas empotradas, hay que ver
un gobierno que atraviesa distintos momentos y distintas dificultades, todos
propios de la vida pública compleja, mundial y nacional, y cuyas explicaciones
son más que obvias, por más que muchas medidas no se perciban totalmente
eficientes. Pero lo cierto es que, una vez más, no lo atacan por lo que hizo
mal sino por todo aquello, ya consignado, que ha significado un cambio notable
y positivo en la vida del país. Lo atacan, y esto más allá de los errores y de
los aciertos en esta larga batalla política, porque saben que la continuidad de
este gobierno amenaza, como nunca antes, sus privilegios. Lo atacan, hasta la
náusea y utilizando todos los recursos a su alcance, por haber reinstalado, en
nuestra sociedad, la idea de que lo justo no constituye una quimera
inalcanzable o una reflexión académica, sino la práctica posible de un proyecto
sostenido en los principios de la igualdad y la ampliación permanente de
derechos. Lo atacan porque Videla murió en la cárcel y porque propone, con más
costos que beneficios, que la Justicia puede y debe ser reformada.
Sin desconocer problemas, sin admitir
que se violente la dignidad de la función pública, sin aceptar que bajo una
cita de Jefferson o Madison se nos diga que no entendemos de los ordenamientos
judiciales, que son producto de sociedades historizadas y no paralizadas por
sus clases poseedoras, sin argumentar con excepciones vigentes sólo hacia
nosotros mismos, todo ello nos habilita a señalar a una prensa que primero le
dice golpista al Gobierno –como se lo dijeron a Yrigoyen para después poder
golpear ellos– sin pretender que las instituciones están al margen de una vivaz
discusión cotidiana, hacemos un llamado a quienes siguen formando en la
consideración hacia este gobierno a pesar de su dificultades –que llamamos a
discutir– y de las izquierdas democráticas a quienes llamamos a deliberar sobre
la base de un mismo sentido común: el sentido de lo justo, madre de las
inclinaciones históricas hacia un latinoamericanismo emancipado, una economía y
tecnología sin agresiones al medio ambiente y un sector progresista de la
sociedad que sin dejar de criticar a la corrupción, como nosotros mismos lo
hacemos, no haga de este concepto una sentencia visual de jueces autoerigidos,
de togados mediáticos donde en vez de pruebas necesarias, que lleven a prisión
a quienes sea necesario, como en el caso Pedraza, sirvan apenas para la tarea
menor de ser coadyuvantes de una comedia desestabilizadora que nos introduzca a
una nueva tragedia argentina.
Pero también destacamos, con el mismo
énfasis, que en la semana en que se cumplen los primeros diez años de este
gobierno somos testigos de un país que ha logrado reencontrarse con aquello que
se había extraviado, primero en la noche oscura de la dictadura y después bajo
la impunidad neoliberal, y que fue recuperado por la voluntad de ese mismo
hombre al que hoy buscan caricaturizar como si fuera el arquetipo del avaro y
custodio de bóvedas donde se guardarían riquezas fabulosas. Nos referimos a un
país que vuelve a colocar en el centro de sus disputas y debates las cuestiones
fundamentales de la igualdad y de lo justo. Una década en la que la
reconstrucción de la política se transformó en una de las claves decisivas para
volver a soñar con un país más justo, libre y emancipado. Eso es lo que está en
juego en esta hora preñada de dificultades y desafíos. Ellos, los inspiradores
de tanto odio, lo saben: es ahora cuando tienen que golpear despiadadamente.
Nada más horroroso, para su visión alucinada, que la consolidación y la
ampliación de un proyecto que vuelve a hacer visibles a los invisibles de la
historia. Eso, nada más ni nada menos, es lo que ha estado y sigue estando en
disputa en esta década atravesada por cambios notables y nuevos desafíos que,
eso pensamos, deberían, siempre, ir en busca de una sociedad más justa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario